miércoles, 5 de mayo de 2010

El intruso invencible

Hay algo que ningún gobierno y ningún otro podrá hacer por uno mismo y eso es garantizar pasarla bien en esta vida. No importa cuántos sistemas formales, funcionales y útiles diseñemos y pongamos en marcha, ninguno logrará ser absoluta garantía de alegría, placer o éxito para cada quien. Aunque los gobiernos, los mercados y las sociedades pueden desarrollar condiciones hostiles a la alegría, incluso puede convenirles para ciertos fines.

Resulta que la alegría no es algo que se obtenga a cambio de algo específico. La alegría no admite sobornos. No hay producto que podamos comprar que garantice una alegría inmediata y plena. No hay ocupación específica que genere placer forzosamente y que nos lleve a un estado de dicha y entusiasmo. Por más que rasquemos no podremos determinar completamente las circunstancias específicas a obtener para estar alegre.

Quizá habría que decir que la alegría no es entonces algo que se posee o puede poseerse, es más bien algo que nos invade, o nace espontáneamente, sin mucho preámbulo, sin previo aviso. Es una especie de intruso, pero que no parece tal pues no tiene un rostro, de manera que se confunde con nosotros mismos: soy yo el alegre y no alguien más en mí.

Pero sí que podemos aventurar ideas de cómo es que este estado puede llegar a sucedernos. Parece ser que llega cuando uno esta haciendo cosas que quiere hacer, es decir, se respira un clima de sintonía entre voluntad y práctica. También tiene que ver con las condiciones morfológicas del entorno y nuestra sensibilidad para disfrutarlas: clima, olor, sonido, tonalidades, símbolos, códigos, texturas, miradas, los otros. La alegría también tiene mucho de social, los otros pueden favorecerla o inhibirla, más es un estado individual imposible de intercambiarse, por eso la alegría no es botín político. La alegría no es comerciable. Aunque se puede compartir e incluso potenciar cuando sintoniza en colectivo, sin ninguna obligatoriedad.

Las ciudades me seducen porque ofrecen circunstancias y contextos excepcionales para el advenimiento de la alegría. También para su pérdida casi absoluta. En la ciudad no se siente la inmediata identificación como en una comunidad más pequeña. Es posible cierto anonimato, lo cual permite descansar la sensación de vigilancia y da posibilidades para la disminución de la vergüenza, efecto que, entre otras cosas, sirve para regular las conductas humanas, aunque muchas veces sin demasiada razón. Otra virtud de las ciudades es su relativa extensión, lo que permite desplazamientos suficientes para sentir lejos el hogar y experimentar así la dicha de un viaje que desestructura lo familiar para situarnos ante lo novedoso.

La ciudad también permite la diversificación de los tiempos y usos horarios. Al facilitar el desprendimiento de ciertas labores, los ciudadanos pueden gozar de tiempos de ocio imposibles cuando se vive sometido a la producción individual o a pequeña escala del propio alimento (asunto que esta cambiando con las nuevas tecnologías y formas de diseño, en intercambio con sabidurías ancestrales autóctonas). Por eso la polis en su origen permitió el desarrollo de un sistema democrático, que supone tiempo libre para discutir los asuntos colectivos y el disfrute de espacios públicos de encuentro.

Pero nuestra ciudad esta convirtiéndose en todo lo contrario: el enemigo del ocio, el centro disciplinario de jornadas laborales psicóticas, ambiente de estrés y competitividad entre yo y el otro que más que un motivo de alegría es un motivo de temor y comparación. La saturación de códigos comerciales en los espectaculares invade la vista e imposibilita la percepción de otras tonalidades más sueltas. El tiempo es algo que se regatea y no algo que supone creatividad para estructurarlo y repartirlo cada día. Nacemos agendados, morimos saturados.

El desprendimiento de nuestras relaciones con el campo, más que darnos lucidez sobre nuestra dependencia nos ha provocado un olvido de la naturaleza y todo aquello que nos circunda y vuelve posibles. En la ciudad se nos olvida que hay mares y bosques, selvas y lagunas, climas tropicales, fríos, cálidos y lugares desérticos, tierras fértiles, otras formas de vida animal, otras ciudades.

En la ciudad tendemos a olvidarnos de la extraordinaria mutación constante que nos rodea. Y nos homogeneizamos bajo flujos idénticos y patrones repetitivos. Perdemos peculiaridad. Perdemos improvisación. Perdemos la alegría que desencadena la práctica de la libertad, esa que no es sino la posibilidad humana de cambiar de rumbo, de vez en vez.

Las avenidas interrumpen el libre tránsito, invaden los espectros sonoros, instauran una cultura del miedo a ser atropellado, inhiben así la sensación de seguridad y tranquilidad, necesarias también para el despliegue de la alegría. La saturación de antros y bares nos recuerda que la alegría se compra y se bebe, no se adquiere en un parque. Los equipamientos y servicios urbanos de pésima calidad impiden disfrutar los recorridos: calles con baches, camiones veloces y deteriorados, banquetas que parecen campos minados, gente estresada que responde con violencia ante cualquier situación.

Es por ello que atentar contra nuestra ciudad no es sino lanzarse a la aventura de reformarla, de abrirle surcos a su imperio para dar cabida a otra forma de organización, más alegre quizá. Arrebatar la ciudad es algo muy egoísta, es obstinarse en que uno merece ser plenamente alegre, porque sabemos que es así que desenvolvemos mejor nuestras potencialidades. Transformar la ciudad es un acto noble de amor por sí mismo y de amor por los otros a los que nos sentimos más unidos; sabemos que su propia alegría es lo mejor que les puede ocurrir.

En el fondo la alegría es más revolucionaria que cualquier cosa, porque una vez que se experimenta no deja de ser una ausencia que inquieta cada día. ¿Qué cambio hoy para que vuelvas? ¿Qué no estoy haciendo para que no estés aquí?

La alegría promueve el cambio como ninguna ideología, utopía, sistema político, religión, creencia puede. Alegría territorial y temporal, aquí, en este lugar, en este momento. Pero no ante cualquier circunstancia, la alegría es siempre condicional, material y espiritualmente. Por eso nuestra ciudad no cambia, respira un clima de tristeza y competitividad, nada favorables al entusiasmo.

Pero la alegría siempre se cuela, es un intruso indetectable, viola toda propiedad privada y todo sistema de seguridad, la alegría es tan omnipresente como el oxígeno e infecta invariablemente al que aún no se rinde. La alegría es invasiva, pero con esa discresión para proceder que sólo tienen los que se desprenden de ese afán por gobernar y ser gobernados. Y escuchan.

* si la alegría es como el oxígeno, sáquense de ahí las consecuencias de una ciudad tan contaminada.

jueves, 15 de abril de 2010

Arrebatar la ciudad

¿Participación ciudadana o ejercicio de la soberanía? ¿Foritos, consultas públicas, sugerencias y recomendaciones o Control Social de lo Público?

El artículo 39 de nuestra Constitución Mexicana establece lo siguiente: “La soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo. Todo poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de éste. El pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno.”

Hagamos algunas traducciones. Soberano según la RAE quiere decir: Que ejerce o posee la autoridad suprema e independiente; elevado, excelente y no superado; altivo, soberbio o presumido. Pueblo: Ciudad o villa; población de menor categoría; conjunto de personas de un lugar, región o país; gente común y humilde de una población; país con gobierno independiente. Poder: Tener expedita la facultad o potencia de hacer algo; tener facilidad, tiempo o lugar de hacer algo; Tener más fuerza que alguien, vencerle luchando cuerpo a cuerpo. Inalienable: que no se puede enajenar, es decir, pasar o transmitir a alguien el dominio de algo o algún otro derecho sobre ello. Alterar: Cambiar la esencia o forma de algo, perturbar, trastornar, inquietar, enojar, excitar, estropear, dañar, descomponer.

Con estas palabras podemos establecer el esbozo de una teoría civil, política, social y urbana. Muy cuestionable y sujeta a escarnio público. Pero digamos lo siguiente: el Soberano es el presumido y soberbio que se merece la total atención pues es la autoridad suprema. Terminología autoritaria un tanto pedante, pero si pensamos que el pueblo es el soberano, o si hacemos una traducción más actual, diríamos la ciudadanía, los ciudadanos, el ciudadano (la parte necesaria aunque no suficiente, e irreductible de un pueblo), entonces caemos en la cuenta de algo muy bello: la autoridad máxima reposa en cada uno de los que vivimos en un territorio, ciudad, campo, país. Nadie posee autoridad por encima de nadie. Y cada cual es el responsable absoluto de esta autoridad que posee.

¿Y cómo ejercemos esta autoridad? La palabra poder nos sugiere que mediante la facultad para actuar y hacer algo, hacer cosas. Práctica que, precisa la definición, supone un tiempo y un lugar. Para ejercer la soberanía necesitamos hacernos de un tiempo propio y disponer de un espacio para realizar prácticas de autoridad ciudadana. ¿Y para qué nos sirve dicha autoridad? La palabra alterar da pistas: para modificar las esencias, las formas. ¿De qué? del gobierno del pueblo, dice el 39, el orden público. ¿Y cómo? Perturbando, trastornando, inquietando, enojando, excitando, estropeando, dañando, descomponiendo.

Si tenemos temor de emplear palabras tan agresivas, podemos hacer la traducción tierna de todo esto. Alterar también puede ser transformar, amasar, cambiar, estimular, alentar, animar, entusiasmar. De alguna manera sinónimos de las palabras antes dichas.

Siéntase entonces, cada mexicano, servido de su máxima ley para con plena libertad ejercer lo único que no le puede ser arrebatado: su autoridad soberana.

Visto así, si admitimos que nadie tiene más autoridad que otro, el asunto se pone de pié. Si cada quien es la autoridad, lo cual quiere decir que no podemos imponerle nada a nadie salvo a nosotros mismos, ¿cómo plantearnos una salida de esta lucha encarnizada de unos contra otros, este abuso constante de unos por encima de otros?

¿Qué hacer ante un ambiente hostil al ejercicio de la soberanía? ¿Participar en foros, consultas públicas, esperar a que se le tome la opinión a cada quién para después ver que no pasa nada?

O de una vez tomar las calles, alterar el espacio público y arrebatar lo que es nuestro.

Nuestro gobierno ya no sirve. Ya no pinta ni las líneas de cebra, ni arregla las banquetas. No ofrece servicios de calidad y profesionales. Tampoco fomenta el territorio ni regula las ciudades. Mucho menos le pone límites y condiciones a un mercado voraz que nos dice que debemos trabajar día y noche para que México progrese, pero en cambio paga mal y hace pasar jornadas largas de estrés sin decirnos que la vida que ya se nos fue ningún bien nos la devolverá.

Las instituciones que controlan el presupuesto público, en esencia destinado para proporcionar servicios básicos a todos, despilfarran y malgastan ese dinero. Las instituciones que deben vigilar que exista un ambiente de respeto y convivencia, por el contrario buscan mordida. Las instituciones encargadas de hacer las leyes que en esencia han de favorecer al ciudadano, las hacen para mermar la soberanía de éste y sujetarlo así, al poder de unos cuantos, grupos fácticos y partidos políticos. Y a su vez, algunos ciudadanos con privilegios se creen superiores y con derecho para imponer a otros sus formas de vida y sus actitudes salvajes. Y mientras, el territorio se deteriora gravemente.

Suena grosero, pero pienso que si no empezamos a educarnos mutuamente, que no es sino decirnos las verdades a los ojos, difícilmente saldremos de este torbellino de compadrazgos, ídolos intocables y bufones de la política. Todos somos ciudadanos, pero algunos ejercen cargos públicos con altas responsabilidades. A ellos, cuando no actúen bien, será sano arrojarles vasos de agua a las caras, popó de perro o abandonar sus foros; darles las espaldas y pedirles que entiendan que esto no es personal, es un mecanismo de sobrevivencia porque nos estamos muriendo, es un derecho de estado civil el que nos permite alterar el orden público para asegurar la sobrevivencia de nuestro pueblo.


* Ayer fui a un desayunito a escuchar de mecanismos institucionales de participación ciudadana. Salí asqueado de sentir que el concepto se manosea para legitimar funcionarios. Y peor aún, que se piense que la gente es tonta o no esta preparada. Falta de sensibilidad para entender que las necesidades pueden ser otras y los mecanismos inhibidores de la participación que se quiere son la ausencia de acciones congruentes y de formas atractivas de ejercer la ciudadanía. Apelar a esquemas aburridos y sonsos a nadie motiva.

** Sostengo que toda forma de ejercicio de la soberanía debe ser siempre pacífica o de lo contrario dejaremos de construir un nuevo sujeto social que nos saque de este marasmo social: la ciudadanía empoderada.

jueves, 25 de marzo de 2010

Morder la ciudad

La ciudad es el fermento actual de nuestra civilización. No por nada nos hacemos llamar ciudadanos, lo que en el fondo quiere decir que provenimos de un entorno que nos hace posibles. Desde el 2008 más de la mitad de la población humana ha pasado a vivir en ciudades, siendo así, bien podemos aventurar que en ellas se definen las circunstancias de nuestro tiempo y en buena medida el futuro de la humanidad. Sin querer sonar apocalípticos.

Mencionaré a vista de pájaro algunos factores que hoy condicionan la vida en la ciudad: a) La condición energética y el petróleo: El petróleo es casi el fundamento de la ciudad moderna y la ciudad es casi el fundamento de la vida humana. ¿Qué va a pasar cuando nos quedemos sin petróleo, si eso llega a ocurrir, en nuestra ciudad? Para empezar la comida no podremos traerla tan fácilmente del campo, ni distribuirla al interior de las metrópolis. A su vez, la producción del alimento de manera industrial se verá seriamente afectada. ¿De dónde sacaremos abasto para tantos que hoy vivimos en la ciudad? ¿Cómo nos moveremos llegado el momento si todos nuestros sistemas de transporte penden de ese líquido negro para funcionar? ¿Cómo haremos electricidad en este país?

Por supuesto que existen las energías alternas y/o renovables, un tema que poco a poco suena más en el debate político mundial. Pero en México y en Guadalajara, no contamos con la tecnología para garantizar energía en caso de agotamiento del petróleo.

Entonces, problema de la sostenibilidad de la vida en la ciudad, su dependencia de un sistema energético. Ahora hablemos b) del territorio. Con los ríos contaminados, el aire sucio, las especies endémicas muertas, ecosistemas erosionados y suelos poco o nada fértiles, en suma, el territorio devastado, ¿qué ciudad podrá sobrevivir sin todo lo que le aporta el campo, el bosque, el mar? ¿qué agua beberemos cuando ya toda este contaminada? ¿qué transformaciones en nuestro cuerpo se verán efectuadas por lo que comemos, respiramos y bebemos? ¿Sobreviviremos como especie? Este problema nos plantea la necesidad de encontrar soluciones ambientales adecuadas para moderar nuestros sistemas de vida. Y estas soluciones no pueden sino provenir de nosotros mismos.

Dependencia para la sostenibilidad de la ciudad del territorio. Pasemos al punto 3) los sistemas políticos o cómo tomamos las decisiones correctas. En democracias arcaicas, es decir, representativas, donde unos cuantos toman decisiones por el resto que se supone les avala, ¿es posible representar a tantos ciudadanos aglomerados en un espacio? Si es posible, ¿cómo eligen los ciudadanos a quien los representa? ¿por el discurso, por el color de la camiseta, por el rostro bonito o feo, por la telenovela que actúan, por su calidad ética, por su compromiso para servir a los ciudadanos o por su claridad en la comprensión de los problemas que a todos nos afectarán tarde o temprano? ¿cómo hacer para que las decisiones de esos pocos sean las adecuadas? ¿Y cuáles son esas decisiones, quién las sabe? Si nuestros representantes parece que no están tomando las adecuadas, en parte es porque son incompetentes en los temas medulares y también porque no existe un consenso social que las señale. Si esto es así, ¿sigue vigente el deseo de ser representado por un tercero? Es decir, ¿creemos que de verdad un sólo individuo o unos cuantos de ellos pueden llegar a representar todos los deseos, la voluntad, las percepciones de cientos de miles de individuos? Si no estamos hablando de una sociedad totalmente estandarizada, totalmente homogeneizada, esto se antoja poco probable. Entonces la vida en la ciudad parece también depender de la toma de decisiones correctas, siempre perfectibles y sujetas a error, pero en definitiva, unas mejores que otras.

1) Energía e industria, 2) territorio y 3) democracia. Y entre todo ello, individuos, pueblos, personas (o sujetos con derechos). ¿Cómo le hacemos para ponernos de acuerdo unos con otros ante este gran desorden urbano, territorial, económico y ecológico? ¿Cómo le hacemos para ponernos de acuerdo siendo tan distintos (a veces), tan complicados, tan ensimismados, tan pasivos, tan distantes, tan somnolientos, tan histéricos, tan intelectuales, tan lúcidos, tan existencialmente abochornados, tan comunes?

En suma, ¿cómo le hacemos para que vivir en este espacio y en este tiempo no se vuelva una tortura sino una experiencia placentera que nos permita seguir explorando la vida?

Miles de variaciones de esta pregunta ha habido en las múltiples historias y tiempos humanos. Se han construido mitos, religiones, filosofías, sistemas políticos, estados y países. Nunca ha habido una respuesta única ni valedera para todos ni para todos los tiempos. Pero en este momento se plantea un problema que a otras historias humanas no se les había presentado: la gestión adecuada de los recursos naturales, su finitud y el peligro de su pronta extinción al menos en la calidad que hasta hoy habíamos conocido.

Hacer filosofía es pensar en todos estos problemas, tenerlos en cuenta al momento de tomar decisiones y promover su debate en nuestras ciudades. Hacer filosofía es, también, entender la lógica finitud de los recursos y cuestionar las verdades absolutas, como se dice del progreso, que dizque sólo hay uno. Hacer filosofía es hoy principalmente, a mi parecer, actuar e incluso atentar contra la ciudad, renunciar de alguna manera a ella aunque sea sin irse de ella.

¿Y cómo se renuncia sin irse? Cada quien puede plantear su estrategia. Hay ciudadanos que abandonan el automóvil, se independizan en su movilidad del petróleo, del pago de tenencia, seguros, robos, costo del vehículo. Hay unos más que comienzan a cultivar en sus patios, en sus azoteas, buscan la independencia alimentaria. Otros se organizan y pelean por salvar su río o su bosque, lo hacen por todos los demás que dependemos de ello pero no estamos tan cerca y no nos damos cuenta. Unos más le reclaman a los funcionarios públicos que tomen las mejores decisiones, cuestionan el modelo político que tenemos y buscan elaborar uno que funcione. Hay quienes ahora venden su tiempo y no su dinero y construyen bancos de tiempo para intercambiar servicios y así encontrar una autonomía fuera del sistema capitalista. Otros pelean porque se les reconozca como ciudadanos en democracia, es decir, con derecho a la igualdad más allá o más acá del género, de la condición social, de la edad, de las creencias, de las preferencias. Y finalmente hay quienes pelean por mejorar las condiciones laborales, ganar más derechos, reducir las jornadas de trabajo, incrementar los salarios, etc.

Pero hay quienes no luchan por nada de eso. Quizá, por exceso de razón han perdido toda fe en el cambio y en las soluciones. Quizá, no entienden los problemas antes expuestos o es que sus problemas son otros, como el desempleo, las relaciones de poder en la empresa, llevar comida a la mesa cada día, las enfermedades, la edad. No importa tanto analizar las razones de unos u otros. Lo alarmante es que no nos estamos encontrando unos con otros, cuando lo que sí importa es que nos hablemos y nos platiquemos todo eso que hacemos, que pensamos, que queremos y que, ante todo, nos escuchemos.

Al final, la vida, no tiene mucho sentido si no es por el otro que esta ahí y que como yo, tiene sus propios problemas. ¿Nos los platicamos y vemos que podemos hacer? ¿vemos como podemos vivir mejor sin quejarnos tanto ni pasarla tan mal? ¿nos ayudamos pues? O seguimos viviendo en una ciudad dispersa, mal planificada, con problemas de corrupción en todas las instituciones, ciudad violenta donde no toleramos la diferencia y a veces, ni siquiera, la coexistencia en el mismo espacio.

Atentar contra la ciudad es recuperarla y hacerla de nuevo, tomando en cuenta los problemas que ello conlleva y buscándoles una solución inteligente y amorosa. Atentar contra la ciudad es cambiarnos a nosotros mismos y nuestros dogmas. Poner entusiasmo en ese atentado, puede ser sumamente placentero.

publicado en www.felipeno.com

lunes, 8 de febrero de 2010

lunes, 25 de enero de 2010

levantar el polvo

Limpiar la casa. Arrancar las alfombras que albergan memorias ajenas y pulgas bien instaladas. -Recordar que uno no es sino polvo que alberga memoria. Olvidar la calle por un tiempo, por un rato no más afuera, tampoco más adentro, sino ahí donde se instala el polvo, en la superficie de las cosas. -¿Qué son las cosas sino cristales de tiempo? Encorvar la espalda y pulir el piso, recorrer con la epidermis el espacio que hace eco. -Sólo hay ecos donde hay paz. Los cristales empañados suspenden la entrada del sol, mirar la delgada línea que los separa y así en transitivo diagnosticar la casa. ¿Qué podemos hacer con todo esto que nos habita sin que lo habitemos del todo? ¿Acomodarse es lo único que nos corresponde? Mejor, despacio, sentarse y encontrar el latido del polvo, que aunque es pura memoria, arde.

viernes, 4 de septiembre de 2009

A favor de la dictadura del entusiasmo

Me declaro total devoto del entusiasmo. A pesar de la realidad cruel, de un Estado ensorbecido con la violencia, cínico aval de la mano dura cuando la protesta de los ciudadanos esgrime. Qué más da si es el sindicato de camioneros. Qué más da si son señoras y niños o ciudadanos de a pié inconformes, simplemente porque pueden estarlo, porque merecen estarlo. Criminalizar la protesta es un acto constante, repetitivo, sordo, seco, de nuestras brutas autoridades. Que por cierto no debieran serlo. Su mandato debería ser revocado urgentemente.

Estoy a favor del entusiasmo de quienes salen a la calle, dejan hogar y pañales, sillón y televisión, cenicero y perro o gato. Estoy a favor del arrebatado fervor de quienes lloran por su tianguis atropellado por rutas de camión que antes no circulaban la calle. Totalmente enternecido por quienes se suman al vocerío y dicen "no puede ser, así no, qué tonto gobierno, no sabe lo que hace". Y absolutamente repruebo a quienes justifican las palizas para sentar los argumentos, o los intereses, que a veces son iguales. Su gesto festivo y cómplice de un gobierno que golpea me produce vergüenza y brazos fruncidos.

Qué más da si este señor lo que quiere es esta u otra cosa. A golpes a nadie se le responde, a nadie se le debe reprimir. Aborrecer la espada, la pistola o la macana es hoy un acto heróico y altivo. Es un síntoma de evolución, un salto cuántico, un breve indicio de que algo se ha aprendido, un mínimo instinto político.

La única dictadura que aplaudir es la del entusiasmo. Porque en un mundo que se cuece a putazos y se diseña a base de salibazos con tufo a rabia, el pesimismo es la norma y la alegría de idiotas. Pero es ésta la que mueve montañas. Mi aplauso pues, para los idiotas que salen a la calle y enfrentan la dictadura del tedio y del agandalle, de la macana y de la palma peluda. Hoy lo menos que podemos fabricar son indignaciones, ante políticos y corporativos tan indignantes. Pero que el ánimo de confrontarlos con entusiasmo, no decaiga, que se convierta en un cínico placer, en su sentido más antiguo: total desprecio en un acto sonriente y soberano.

lunes, 8 de junio de 2009

¿Por qué son y no son importantes las elecciones?

por el alumbrado

Las elecciones son una estrategia para arrebatar el apoderamiento de los individuos de su ciudad, de sus circunstancias, de su país. En este sentido, ir a votar no nos convierte necesariamente en ciudadanos, incluso puede producir el efecto contrario. A través de las elecciones confundimos nuestro deseo por participar de la construcción de nuestro mundo con el mecanismo de emplear el tiempo ante las urnas eligiendo un supuesto representante.

Hacerse ciudadano (cosa muy diferente a ser ciudadano) es cosa de todos los días. Tiene que ver con la experiencia que hacemos del espacio y del tiempo que habitamos, ya sea mediante el goce o el repudio de ello. Pero el hacer va más allá del mero espectáculo que transita ante nuestros ojos. Tiene que ver con la atención que damos a dicha experiencia y donde nos percatamos de lo agradable o desagradable de ella. Aquí nos interesa el disgusto, sobre todo cuando desemboca en un asunto activo, como son la manifestación urbana, la demanda jurídica o la exigencia del cumplimiento de las tareas de los responsables en turno.

El disgusto se vuelve pasivo por la falta de vitalidad o interés, o por el cansancio de los esfuerzos diarios, aunque no son éstos su último pretexto. La pasividad en último término se produce cuando no hay un clima propenso a transformar el disgusto en gusto a través de la reacción y acción. Aquí entran en juego la imaginación, la información y las instituciones que los individuos conocen o desconocen y que funcionan o han dejado de funcionar, siendo un mero espejismo de efectividad y compromiso.

En el caso del disgusto activo, el experimentador debe imaginar cómo resolver su disgusto, que puede ir desde la búsqueda de canales ya establecidos para ello (las instituciones) hasta la ardua pero artística labor de inventar nuevos canales, sobre todo cuando los canales que ya existen están tapados o son meras ilusiones que desembocan en el caño. Cuando vamos a votar se nos dice que esa es la manera más efectiva de canalizar los disgustos para elegir los medios que nos traerán los nuevos gustos. Pero en realidad ello es un arrebato de nuestro disgusto, lo que puede producir cierta tranquilidad pues nos han quitado esa inconformidad y nos han dado a cambio la sensación de haber hecho lo correcto.

Hoy en México las elecciones son ese espejismo que se apropia del disgusto ciudadano y lo encausa al caño. Así sucede porque un disgusto que pudo ser mucho más fructífero si no se desahogara en la simple elección, donde se acaba con el mero ritual vano de escribir sobre un papel. Deberíamos entender que eso es una farsa, por dos razones. La primera, que los electos no pueden resolvar todos nuestros disgustos por ellos mismos, es decir, sin nuestra participación. La segunda, que los políticos que hoy elegimos no están comprometidos con el trabajo real para transformar esos disgustos, pues lo que en el fondo hoy les compromete es su propio partido y sus intereses muy individuales. Después del 5 de julio los disgustos seguirán a la orden del día y los individuos seguirán acumulando ese disgusto hasta la próxima elección.

Hay otra manera más romántica de entender las elecciones. Se nos dice que es la boda entre ciudadanos y futuros gobernantes, el momento ritual donde uno deposita su confianza en el dedo del otro. Es decir, uno regala su anillo al otro. En este sentido etimológico, cobra sentido hablar del dedo anular, pues como su nombre lo dice, es el dedo que pasará a través del anillo. Hay quienes colocarán gustosos su carísimo anillo (pues las campañas son muy costosas) al dedo de los candidatos.

Los que hoy convocan a anular el voto en el fondo dicen que no quieren casarse, y que en lugar de presentar el anillo presentarán también el dedo anular. Dedo anular contra dedo anular y ahora sí estamos hablando de un encuentro equitativo y no de un mero engrane.

Pero no hay que dejar de pensar las cosas. También presentar el dedo anular puede desembocar en otra especie de engaño, en otro desahogo: que todo termina con esa gran cruz sobre la boleta. Aunque probablemente quienes han promovido el rechazo al matromonio (eso de que me representen es bastante machista) tienen idea de qué tipo de relación distinta quieren, no es seguro que todo mundo lo sepa ni que los mismos promotores en realidad vayan a trabajar por ello.

Así que es necesario restarle importancia al acto electoral. En él simplemente comenzará un gran rechazo a abandonar el disgusto y la inconformidad en las urnas (el anillo de los partidos). En su lugar los ciudadanos habrán de quedarse con ese disgusto, pero para trabajarlo y transformarlo realmente. Es el motor del cambio, que no nos lo alimenten con gasolina barata y altamente contaminante.

Habrá que imaginar nuevas formas para transformar esos disgustos. Habrá que crear otras relaciones con la clase política, habrá que destapar los canales y sacarlos del caño para apuntarlos efectivamente a donde deben ir. Hay que hacer muchas cosas y recuperando la fuerza, la alegría, la vitalidad, a pesar del malestar y la tristeza que hoy nos producen las campañas electorales.

Y la clase política tiene que participar si quiere seguir en el juego, porque hoy el juego se hace en la cancha de los ciudadanos, que son la mayoría y que somos todos, votemos como votemos o no votemos.