lunes, 25 de agosto de 2008

"yo conquisto" es el fundamento práctico de "yo pienso"

O le abrimos espacio de respiración a una planta en el pavimento o aceptamos la futura expansión urbana que conectará bloques de concreto entre ciudades, homogeneizando nuestro territorio, nuestro ambiente, nuestras prácticas, nuestras condiciones.
La luz roja, su mágica posición lógica, sirve para frenar la esquizofrenia circulante y productiva, hacer un alto en el camino; donde se busca suprimir la luz roja se busca instaurar un flujo continuo sospechoso de una eficacia dominante que dividirá los flujos humanos a favor de los flujos maquínicos. Por eso el viaducto de López Mateos es más que horrendo: es un fracaso humano.

Teoría patética


Debido a que tengo una terrible confusión teórica o a que aún no encuentro la rendija adecuada para interpretar la realidad (aplastándola con mis fierros), he asumido, como algunos lo han hecho, la imposibilidad de cualquier originalidad en la escritura y por ende, la radical ausencia de toda novedad en el pensamiento. Ahora bien, no podía resignarme y aceptar mi inevitable derrota, y por lo tanto, fungiendo el papel de un teórico callejero (es decir, sin empleo), un filósofo atiborrado de tedio (uno que no quiere discutir) y un psicoanalista frustrado en su propio diván (que se saca los mocos en lugar de lo impensado), me he impuesto la vergüenza de escribir porque sí. Pero escribo con un sólo criterio: no hacer caso a la teoría. Con ello se lograrán un montón de ingenuidades, o demasiadas (cof, cof, ¿bajo qué criterio describimos lo ingenuo?), y además se repetirán sin número de fregaderas comentadas por centurias.


Aún así, sostengo que eso debiera hacerse cada vez que se habla, intentarlo como si se fuese el primer simio parlante de la tierra. Porque...¿Qué augurio nos garantiza que algo se ha pensado? ¿No nos obstinamos, ante todo, de pensar como otros han pensado, de citar en cuanto se puede a la primer autoridad filosófica que se nos viene en mente? ¿No aplastamos de vez en cuando a nuestros oponentes durante una discusión con el argumento que obtuvimos de otra calvicie? Es así como somos partícipes de una guerra interestelar de las palabras y las verdades. Blandiendo el argumento más matizado o el más poético, la proeza labial más aguerrida y valiente, el salibazo definitivo que pondrá húmeda a toda carpeta, el punto de partida que habrá de oprimir cualquier intento parlante que no se ajuste a él, lo definitivo, el punto y final o el peor de todos, el "así son las cosas, así es la vida, así es esto".

Pero quizá no todo este perdido. O sí, todo valió, ya, madre. Y aún así puede uno entercarse. Entonces lo que se puede hacer, no es lanzarse "into the wild" buscando una verdad primigenia, una intuición pura venida de las alturas, una liberación final adquirida mediante la introspección y el más hondo silencio (eso no suena tan mal); antes bien, entercarse en confrontar a las otras teorías. Sobre todo aquellas teorías inhibidoras que nos sujetan a su monótona o muy variada amalgama conceptual. Darle entonces, un mal uso a cualquier teoría, forzarla a decir lo que no quizo decir o usarla para distinto fin. Mal interpretar pues, al fin de al cabo, todo lo que hemos entendido. Siendo un poco honestos, admitiendo que no hemos entendido n i - m a d r e s. Invirtiendo pues, ese disque aforismo donde si "Dios ha muerto todo se vale", por "nada se vale porque no entiendo ni pito".

Admito una apuesta en esto: teorías locales, en oposición a las grandes teorías globales, que nos recetan (seamos país, persona, animal o planta) lo que debemos hacer, lo que somos, lo que la vida es o debería ser. El pensamiento no lo es todo tampoco. Pero en él se instalan esas recomendaciones globales. Puede que algunas funcionen, tengan cierto éxito, sin embargo, inhiben, inhiben la labor de pensar porque ofrecen la respuesta anticipada a todo problema o pretenden una validación científica, lo cual no nos interesa sino en un solo sentido: ¿Qué pretenden con tal ambición? ¿A quiénes quieren callar con tal aspiración?. Es pues, la labor del olvido, una de las más sepultadas facultades de nuestra psique (y no hablo de reprimir los sucesos, ni de tener una mala memoria, o de dejar pasar las cosas con tal de aferrarse al ahora, sino de ejercitar la ardua labor de despedazar lo aprendido, la disciplina en la piel, el deber intrastocado).