viernes, 4 de septiembre de 2009

A favor de la dictadura del entusiasmo

Me declaro total devoto del entusiasmo. A pesar de la realidad cruel, de un Estado ensorbecido con la violencia, cínico aval de la mano dura cuando la protesta de los ciudadanos esgrime. Qué más da si es el sindicato de camioneros. Qué más da si son señoras y niños o ciudadanos de a pié inconformes, simplemente porque pueden estarlo, porque merecen estarlo. Criminalizar la protesta es un acto constante, repetitivo, sordo, seco, de nuestras brutas autoridades. Que por cierto no debieran serlo. Su mandato debería ser revocado urgentemente.

Estoy a favor del entusiasmo de quienes salen a la calle, dejan hogar y pañales, sillón y televisión, cenicero y perro o gato. Estoy a favor del arrebatado fervor de quienes lloran por su tianguis atropellado por rutas de camión que antes no circulaban la calle. Totalmente enternecido por quienes se suman al vocerío y dicen "no puede ser, así no, qué tonto gobierno, no sabe lo que hace". Y absolutamente repruebo a quienes justifican las palizas para sentar los argumentos, o los intereses, que a veces son iguales. Su gesto festivo y cómplice de un gobierno que golpea me produce vergüenza y brazos fruncidos.

Qué más da si este señor lo que quiere es esta u otra cosa. A golpes a nadie se le responde, a nadie se le debe reprimir. Aborrecer la espada, la pistola o la macana es hoy un acto heróico y altivo. Es un síntoma de evolución, un salto cuántico, un breve indicio de que algo se ha aprendido, un mínimo instinto político.

La única dictadura que aplaudir es la del entusiasmo. Porque en un mundo que se cuece a putazos y se diseña a base de salibazos con tufo a rabia, el pesimismo es la norma y la alegría de idiotas. Pero es ésta la que mueve montañas. Mi aplauso pues, para los idiotas que salen a la calle y enfrentan la dictadura del tedio y del agandalle, de la macana y de la palma peluda. Hoy lo menos que podemos fabricar son indignaciones, ante políticos y corporativos tan indignantes. Pero que el ánimo de confrontarlos con entusiasmo, no decaiga, que se convierta en un cínico placer, en su sentido más antiguo: total desprecio en un acto sonriente y soberano.