miércoles, 5 de mayo de 2010

El intruso invencible

Hay algo que ningún gobierno y ningún otro podrá hacer por uno mismo y eso es garantizar pasarla bien en esta vida. No importa cuántos sistemas formales, funcionales y útiles diseñemos y pongamos en marcha, ninguno logrará ser absoluta garantía de alegría, placer o éxito para cada quien. Aunque los gobiernos, los mercados y las sociedades pueden desarrollar condiciones hostiles a la alegría, incluso puede convenirles para ciertos fines.

Resulta que la alegría no es algo que se obtenga a cambio de algo específico. La alegría no admite sobornos. No hay producto que podamos comprar que garantice una alegría inmediata y plena. No hay ocupación específica que genere placer forzosamente y que nos lleve a un estado de dicha y entusiasmo. Por más que rasquemos no podremos determinar completamente las circunstancias específicas a obtener para estar alegre.

Quizá habría que decir que la alegría no es entonces algo que se posee o puede poseerse, es más bien algo que nos invade, o nace espontáneamente, sin mucho preámbulo, sin previo aviso. Es una especie de intruso, pero que no parece tal pues no tiene un rostro, de manera que se confunde con nosotros mismos: soy yo el alegre y no alguien más en mí.

Pero sí que podemos aventurar ideas de cómo es que este estado puede llegar a sucedernos. Parece ser que llega cuando uno esta haciendo cosas que quiere hacer, es decir, se respira un clima de sintonía entre voluntad y práctica. También tiene que ver con las condiciones morfológicas del entorno y nuestra sensibilidad para disfrutarlas: clima, olor, sonido, tonalidades, símbolos, códigos, texturas, miradas, los otros. La alegría también tiene mucho de social, los otros pueden favorecerla o inhibirla, más es un estado individual imposible de intercambiarse, por eso la alegría no es botín político. La alegría no es comerciable. Aunque se puede compartir e incluso potenciar cuando sintoniza en colectivo, sin ninguna obligatoriedad.

Las ciudades me seducen porque ofrecen circunstancias y contextos excepcionales para el advenimiento de la alegría. También para su pérdida casi absoluta. En la ciudad no se siente la inmediata identificación como en una comunidad más pequeña. Es posible cierto anonimato, lo cual permite descansar la sensación de vigilancia y da posibilidades para la disminución de la vergüenza, efecto que, entre otras cosas, sirve para regular las conductas humanas, aunque muchas veces sin demasiada razón. Otra virtud de las ciudades es su relativa extensión, lo que permite desplazamientos suficientes para sentir lejos el hogar y experimentar así la dicha de un viaje que desestructura lo familiar para situarnos ante lo novedoso.

La ciudad también permite la diversificación de los tiempos y usos horarios. Al facilitar el desprendimiento de ciertas labores, los ciudadanos pueden gozar de tiempos de ocio imposibles cuando se vive sometido a la producción individual o a pequeña escala del propio alimento (asunto que esta cambiando con las nuevas tecnologías y formas de diseño, en intercambio con sabidurías ancestrales autóctonas). Por eso la polis en su origen permitió el desarrollo de un sistema democrático, que supone tiempo libre para discutir los asuntos colectivos y el disfrute de espacios públicos de encuentro.

Pero nuestra ciudad esta convirtiéndose en todo lo contrario: el enemigo del ocio, el centro disciplinario de jornadas laborales psicóticas, ambiente de estrés y competitividad entre yo y el otro que más que un motivo de alegría es un motivo de temor y comparación. La saturación de códigos comerciales en los espectaculares invade la vista e imposibilita la percepción de otras tonalidades más sueltas. El tiempo es algo que se regatea y no algo que supone creatividad para estructurarlo y repartirlo cada día. Nacemos agendados, morimos saturados.

El desprendimiento de nuestras relaciones con el campo, más que darnos lucidez sobre nuestra dependencia nos ha provocado un olvido de la naturaleza y todo aquello que nos circunda y vuelve posibles. En la ciudad se nos olvida que hay mares y bosques, selvas y lagunas, climas tropicales, fríos, cálidos y lugares desérticos, tierras fértiles, otras formas de vida animal, otras ciudades.

En la ciudad tendemos a olvidarnos de la extraordinaria mutación constante que nos rodea. Y nos homogeneizamos bajo flujos idénticos y patrones repetitivos. Perdemos peculiaridad. Perdemos improvisación. Perdemos la alegría que desencadena la práctica de la libertad, esa que no es sino la posibilidad humana de cambiar de rumbo, de vez en vez.

Las avenidas interrumpen el libre tránsito, invaden los espectros sonoros, instauran una cultura del miedo a ser atropellado, inhiben así la sensación de seguridad y tranquilidad, necesarias también para el despliegue de la alegría. La saturación de antros y bares nos recuerda que la alegría se compra y se bebe, no se adquiere en un parque. Los equipamientos y servicios urbanos de pésima calidad impiden disfrutar los recorridos: calles con baches, camiones veloces y deteriorados, banquetas que parecen campos minados, gente estresada que responde con violencia ante cualquier situación.

Es por ello que atentar contra nuestra ciudad no es sino lanzarse a la aventura de reformarla, de abrirle surcos a su imperio para dar cabida a otra forma de organización, más alegre quizá. Arrebatar la ciudad es algo muy egoísta, es obstinarse en que uno merece ser plenamente alegre, porque sabemos que es así que desenvolvemos mejor nuestras potencialidades. Transformar la ciudad es un acto noble de amor por sí mismo y de amor por los otros a los que nos sentimos más unidos; sabemos que su propia alegría es lo mejor que les puede ocurrir.

En el fondo la alegría es más revolucionaria que cualquier cosa, porque una vez que se experimenta no deja de ser una ausencia que inquieta cada día. ¿Qué cambio hoy para que vuelvas? ¿Qué no estoy haciendo para que no estés aquí?

La alegría promueve el cambio como ninguna ideología, utopía, sistema político, religión, creencia puede. Alegría territorial y temporal, aquí, en este lugar, en este momento. Pero no ante cualquier circunstancia, la alegría es siempre condicional, material y espiritualmente. Por eso nuestra ciudad no cambia, respira un clima de tristeza y competitividad, nada favorables al entusiasmo.

Pero la alegría siempre se cuela, es un intruso indetectable, viola toda propiedad privada y todo sistema de seguridad, la alegría es tan omnipresente como el oxígeno e infecta invariablemente al que aún no se rinde. La alegría es invasiva, pero con esa discresión para proceder que sólo tienen los que se desprenden de ese afán por gobernar y ser gobernados. Y escuchan.

* si la alegría es como el oxígeno, sáquense de ahí las consecuencias de una ciudad tan contaminada.

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